Lejos de ser neutral, cualquier forma de conocimiento (filosófico, científico, social, etc.) es portadora de una “concepción del mundo que se manifiesta implícitamente en el arte, en el derecho, en la actividad económica, en todas las manifestaciones de la vida individual y colectiva” (Gramsci). Detrás de todo conocimiento subyacen determinados valores, creencias y representaciones que se materializan en prácticas sociales, políticas y económicas. Hay, pues, economías egoístas y economías solidarias, justicias injustas y justicias justas, psicologías que reprimen y psicologías que liberan, pedagogías conformistas y pedagogías rebeldes. Del mismo modo, hay democracias al servicio de la liberación y “democracias” al servicio de la dominación.
Hemos heredado una democracia marcada por el sello de la dominación de las clases dominantes sobre las subalternas. La historia de la democracia representativa es la historia de la apropiación de la democracia popular por las clases propietarias, originariamente partidarias de un régimen constitucional favorable a los intereses de la economía capitalista, con derechos civiles y políticos restringidos a las minorías acaudaladas, con garantías para la iniciativa privada, sin redistribución de riqueza y sin derechos sociales. El burgués liberal del siglo XVIII no era un demócrata, sino un defensor del gobierno representativo basado en la propiedad privada y el rango social. Durante el siglo XX la democracia de partidos y el sufragio universal limaron el carácter antidemocrático del parlamentarismo burgués, pero no han servido para superar la democracia oligárquica en la que minorías privilegiadas tienen poder de veto sobre la mayoría, y menos aún para disminuir la desafección que tantas personas sienten por la política convencional. El actual secuestro de la democracia por las élites neoliberales es la prueba más evidente de la persistencia de esta democracia de dominación, que en Europa muestra su rostro más despiadado con la confiscación de derechos y rentas a los ciudadanos, el rescate del capital financiero, la mercantilización de la vida y los experimentos de austeridad económica que incrementan el desempleo, la pobreza y la exclusión.
El efecto de la dominación es tan fuerte que en el plano intelectual genera lo que Marx llama “falsa conciencia”, la naturalización de las ideas de la clase dominante como si fueran las ideas de los dominados. Hemos naturalizado, así, la monocultura de la democracia liberal, la idea que existe una sola concepción, una sola práctica y un solo discurso democrático legítimo y viable: el de la democracia electoral basada en los valores del liberalismo político (individualismo, igualdad formal, representación parlamentaria, sufragio individual, competencia entre partidos, etc.), con todo lo que esto implica. Se trata de una monocultura política tan poderosa que es capaz de: 1) trazar las líneas que separan la “democracia” de lo que no es, descalificando concepciones y prácticas democráticas alternativas que se apartan de la ortodoxia liberal. 2) Establecer un orden social y político que hace pasar por generales los intereses particulares de las clases dominantes y legitima, por medios políticos, la existencia de un modelo de sociedad que reproduce su posición de dominación social y económica. 3) Convertir en canónica la experiencia política de cuatro países occidentales: Inglaterra (el parlamentarismo, Locke, la revolución Gloriosa de 1688, entre otros fenómenos), Francia (la Ilustración y la revolución de 1789), Holanda (la República de Batavia y los trabajos de Grocio sobre el derecho de gentes) y Estados Unidos (la declaración de derechos de Virginia de 1776 y la Constitución Federal de 1787). Y 4) presentar la democracia liberal como un producto natural, insuperable y definitivamente acabado.
Nos han inculcado que esta monocultura no es ideológica, sino sentido común, pero sobre todo nos han enseñado a no salir de ella. Y cuidado, porque quien lo intente corre el riego de ser declarado enemigo de la democracia o tratado de soñador iluso.
Atravesamos una época convulsa en la que no podemos permitirnos seguir condicionados por “normas rígidas, por hábitos mentales inmodificables, por imposibilidades de pensar de otro modo” (Juan de Mairena) que nos han llevado al callejón en que nos encontramos. Para recuperar el ejercicio de la soberanía popular es preciso tomar conciencia del reduccionismo del pensamiento democrático-liberal naturalizado y reaprender la democracia desde otras perspectivas. Si pensamos como siempre, nunca (re)inventaremos nada. Construir mejores formas de articulación y decisión política exige desaprender la monocultura de la democracia liberal, que reproduce la dominación de las élites y empobrece nuestro horizonte de experiencia democrática. El desaprendizaje de esta monocultura permitiría valorar prácticas sociopolíticas invisibilizadas por los dictámenes canónicos, como el mandato imperativo, la asamblea, la rotación y revocación de cargos, la democracia directa, la participación popular en los procesos de deliberación y decisión, la rendición de cuentas y el control social de la corrupción. Considero que esta labor de desaprendizaje puede apoyarse en las tres palabras que según Boaventura Santos deben orientar las luchas emancipadoras del siglo XXI: descolonizar, desmercantilizar y democratizar.
Descolonizar la democracia significa desaprender su matriz eurocéntrica fundada en la perspectiva del varón blanco adulto, burgués, propietario, cristiano y heterosexual. Significa denunciar los sesgos ideológicos de una democracia que finge que opresores y oprimidos son iguales al depositar su voto en las urnas. Es crear espacios y formas de sociabilidad que luchen contra la “democracia” elitista, clasista, machista y racista globalizada. Las mujeres, la personas con discapacidad, las minorías étnicas y sexuales siguen siendo los grandes ausentes de la democracia liberal. Además, en la Europa actual cada vez hay más colectivos subrepresentados (trabajadores, desempleados precarizados, desahuciados, pensionistas, estudiantes, entre otros) en las instituciones democráticas.
Desmercantilizar la democracia quiere decir dejar de concebirla como un mercado político donde se compran y venden votos en forma de beneficios electorales por los que compiten los partidos. Significa evitar que los esquemas de libre mercado y sus valores transformen la democracia en una mercadería, como en Europa, donde la austeridad ha servido de pretexto para privatizar la democracia, para convertirla en un coto de intereses privados encubiertos por un simulacro en el que los votantes acuden a las urnas para refrendar políticas impuestas por una minoría y en su beneficio.
Democratizar la democracia significa liberarla de la camisa de fuerza que la acoraza, desbordar los límites que la reducen a una democracia política vacía de contenido social y económico, alejarla de la mera representación y de la igualdad jurídica y apostar por la democracia como radicalidad y desmesura (Rancière), lo que implica crear formas de participación que debiliten los privilegios de la monocultura electoral.
Walt Whitman escribió: “La democracia es una gran palabra cuya historia no se ha escrito aún, porque esa historia está todavía por vivirse”. Descolonizar, desmercantilizar y democratizar, tres palabras clave para (des)aprender y con las que escribir la historia no vivida de la democracia.
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Link para o original http://www.diariodemallorca.es/opinion/2013/01/08/desaprender-democracia/818801.html