A lo largo de su existencia, la Iglesia católica oficial ha proyectado una imagen de sí misma como una institución refractaria al cambio, casi siempre reaccionaria, aferrada a posiciones dogmáticas, de espaldas al diálogo con los nuevos planteamientos y ansiosa de retener su cuota de poder, actuando para ello como cómplice o perpetradora de una abominable y triste historia de abusos, crímenes y violencias impunes.
Sin embargo, durante la celebración del concilio Vaticano II (1962-65), del que se cumplen 48 años de su clausura, la Iglesia vivió un momento excepcional de su historia. Más allá de sus éxitos y fracasos, la propuesta de aggiornamento anunciada por Juan XXIII supuso una tentativa de trascender lo que Bajtin llamó monologismo (la incapacidad de conversación derivada de “la falsa tendencia a reducir todo a una sola conciencia”) en dirección a una Iglesia abierta al diálogo con el mundo y las otras religiones. El Concilio Vaticano II constituye, en este sentido, un proyecto dialógico inacabado.
La tendencia a la apertura y al diálogo fue rápidamente aplastada por los pontificados de Juan Pablo II (1978-2005) y Benedicto XVI (2005-2013), dos de los más tradicionalistas, que supusieron una recaída en el monologismo preconciliar: censuras, condenas, persecución de las “doctrinas equivocadas”, cruzada contra el “relativismo cultural”, superioridad del cristianismo frente a las otras religiones, imposición del voto de silencio a teólogos heterodoxos, sustitución de obispos progresistas por obispos conservadores, control sobre seminarios y universidades, etc.; actitud nada extraña si se tiene en cuenta que la mayor parte de la historia de la Iglesia es un lúgubre soliloquio cerrado a la alteridad, la diferencia y, por ello mismo, al diálogo, un soliloquio que ignora la racionalidad comunicativa de Habermas y obedece a una razón ciega, autoritaria y “perezosa, que se considera única, exclusiva, y que no se ejercita lo suficiente como para poder mirar la riqueza inagotable del mundo” (Boaventura Santos).
Acabar con esta ceguera exige que la Iglesia rompa con la hegemonía del monologismo y tome en serio el diálogo intercultural e interreligioso. El diálogo no consiste en el mero cruce de discursos. Como acto ético y comunicativo, implica la convicción profunda de que nadie está en posesión absoluta de la última palabra y exige intercambio, escucha activa de otros puntos de vista, reconocimiento de la incompletud del sujeto. La verdad no se constituye en la identidad impermeable, sino en la alteridad, no desde una sola voz, sino a partir del encuentro, del diálogo entresujetos, en un proceso social. Como señala Martin Buber, “el ser humano llega a ser yo en el tú”. Diálogo y diversidad, por tanto, son dos caras de la misma moneda, pues, en palabras de Ramin Jahanbegloo: “Sin diálogo, la diversidad es inalcanzable; y, sin respeto por la diversidad, el diálogo es inútil”.
Un nuevo concilio podría combatir el monologismo excluyente y recuperar el espíritu modernizador del Vaticano II, aunque debería ir más allá. La decisión de convocar un concilio abierto y realmente ecuménico en el que pudieran participar con voz y/o voto laicos, representantes de otras confesiones religiosas elegidos por las bases y no creyentes permitiría abrir un espacio inexistente de reconocimiento de la diversidad y crear una plataforma de diálogo con el Sur global, metáfora de los oprimidos y explotados alrededor del mundo por el capitalismo, el colonialismo y el sexismo, entre otras formas de dominación respecto a los que la Iglesia católica viene jugando un papel legitimador. Este concilio podría celebrarse preferentemente en la periferia del mundo y girar en torno a los siguientes ejes de reflexión:
Descolonizar la Iglesia y el cristianismo, que significa desaprender la perspectiva eurocéntrica que naturaliza la superioridad del varón blanco, adulto, propietario, cristiano y heterosexual, apostando por una “hermenéutica de la memoria” (Schüssler Fiorenza) capaz de rescatar otras voces y valorar la diversidad de experiencias religiosas y teológicas procedentes del Sur (teologías de la liberación, negras, feministas, queer, indígenas, etc.). Quiere decir renunciar a las pretensiones coloniales de salvar al resto de religiones para abrazar el diálogo ecuménico e interreligioso como fuente de aprendizajes recíprocos. Significa igualmente denunciar los sesgos de una teología política que se presenta como neutral para ocultar los problemas sociales, colocarse al servicio de las fuerzas que detentan el poder, abogar por la reproducción del capitalismo y bloquear las acciones de transformación.
Despatriarcalizar la Iglesia, que es defender la dignidad, la emancipación y los derechos humanos de las mujeres, concibiéndolas no como sujetos pasivos de consuelo, sino como agentes de transformación de la realidad. Es combatir el machismo ancestral y la homofobia enfermiza de una moral paternalista y represora institucionalizada que se apropia de los cuerpos y la sexualidad de mujeres y hombres; prohíbe acceder a homosexuales “en activo” y a mujeres a los puestos de decisión; excluye a las parejas de hecho y a las personas divorciadas (una “verdadera plaga”, según Benedicto XVI) del acceso a la eucaristía; impone el celibato a los sacerdotes; y degrada la salud sexual y humana con la condena del uso del preservativo, entre otros aspectos.
Democratizar la Iglesia, que significa transformar los despotismos por los que se rige en relaciones de autoridad compartida, acabando con un modelo de poder centralizado, patriarcal y gerontocrático con procedimientos democráticos internos (colegialidad, sufragio universal, asamblearismo de base, etc.) que promuevan la participación y respeten los derechos humanos de laicos y religiosos (el Vaticano es uno de los Estados que menos convenciones internacionales de derechos humanos ha suscrito). También es garantizar el encaje democrático de la Iglesia y las religiones, que pasa por reconocer la laicidad del espacio público, suprimir privilegios (jurídicos, económicos, educativos, etc.) y derogar acuerdos vigentes de dudosa constitucionalidad.
Desmercantilizar la Iglesia y la religión, que quiere decir descubrir que el valor espiritual no está en los valores cosificados y fetichizados como la riqueza material, ni tampoco en el sacerdocio o en la identidad religiosa como totalidad inmutable y autosuficiente, sino en la vida como proceso y en la alteridad, en el encuentro con los excluidos como sujetos. Esto incluye la tarea de desmercantilizar el mundo, denunciar los “ídolos de la muerte” (Jon Sobrino), como el culto al mercado como divinidad y principio rector de nuestras vidas, una deidad que causa injusticia social y genera violencia exigiendo sacrificios humanos. Significa, asimismo, escuchar el “grito de los pobres” (Hugo Assmann) y oprimidos, reconocer el sufrimiento y goce del cuerpo, establecer relaciones sociales igualitarias dentro y fuera de la Iglesia y contribuir a una praxis liberadora y socialmente transformadora.
Es difícil que este escenario pueda configurarse a corto o medio plazo en una institución que, dada su trayectoria, carece de autoridad moral para hablar de justicia, paz y democracia en el mundo. Sugerirle este camino a la Iglesia es pedirle una especie de refundación. Más que un papa de rupturas, Francisco está siendo un papa de un cierto lavado simbólico de imagen. No obstante, dice Walter Benjamin, cada generación es portadora de una “frágil fuerza mesiánica sobre la que el pasado exige derechos”. No sabemos qué rumbo tomará la Iglesia en la actualidad, ni si sentirá el imperativo de esa fuerza que exige justicia con el pasado. Pero pensamos, con Rosenzweig, que “las esperanzas del pasado nunca están completamente agotadas, pues se yerguen hacia el futuro”.