La democracia representativa como sistema de partidos competitivos en el poder se ha revelado completamente inútil para proteger y mejorar las condiciones de vida en términos de salud, educación, vivienda, trabajo y servicios públicos, lo que se ha traducido en la deslegitimación creciente del sistema de partidos debido a su complicidad con intereses económicos privados y a la adopción de políticas regresivas en lo político, social y ambiental.
Si algo tienen en común las actuales luchas por una democracia real es la reivindicación de nuevas formas de hacer política. Consignas coreadas masivamente en calles y plazas de todo el mundo, como “no nos representan”, “el pueblo unido avanza sin partido” o “no es democracia, es partidocracia” revelan un profundo malestar respecto a la democracia representativa y sus instituciones (Parlamentos, partidos, elecciones, etc.). Las primaveras árabes, Occupy Wall Street, el 15M, Que se Lixe a Troika en Portugal, el movimiento estudiantil chileno, Yo soy 132 en México y el Movimiento Passe Livre en Brasil son algunas de las expresiones más visibles de la búsqueda de formatos participativos más allá la política liberal. No es casual que buena parte de sus activistas repudie la presencia de banderas partidarias o rechace la vía electoral como la principal y única forma de promover la transformación social.
Si valoran la democracia, los partidos no pueden permanecer al margen de las lecciones de la calle; de lo contrario, serán superados por formas de asociación democrática más directas y horizontales. ¿Cuáles son, a grandes rasgos, estas lecciones?
1) Ni apolítica ni antipolítica. Los movimientos por la democracia real no constituyen una forma de antipolítica ni una modalidad de apoliticismo. Aunque su aparición está estrechamente vinculada a la crisis y sus efectos, no se trata de un fenómeno coyuntural o de corta duración, sino del despertar gradual de un letargo político para ajustar cuentas pendientes con la democracia y el capitalismo. La crisis provoca pobreza y desigualdad, pero también genera luchas y radicalidad. La política surgida en las calles expresa la heterogeneidad de formas de lucha apartidarias que albergan la esperanza de un nuevo contrato democrático en sintonía con las necesidades y aspiraciones de la mayoría. Se trata, en este sentido, de luchas por la reinvención de la democracia.
2) Contra la democracia desrepresentativa. Las luchas por la democracia real cuestionan la inercia de los partidos predominantes, que con la globalización neoliberal han abandonado dos de sus funciones principales (la representación política ciudadana y la transmisión de valores cívicos y democráticos) para convertirse en meros carteles electorales del capitalismo. Para reproducir sus condiciones de dominación, el neoliberalismo captó a políticos y se infiltró en sus partidos para que gobernasen a favor de sus intereses particulares. Para ello fue necesario vaciar la representación político-electoral de todo contenido social utilizando los medios de comunicación como instrumento de manipulación, además de sobornos, favores, donaciones ilegales, pactos ocultos, comisiones y otras formas de corrupción. Se formó así una clase política privilegiada compuesta, en palabras de Marx, por “cuadrillas de especuladores políticos que alternativamente se posesionan del poder estatal y lo explotan por los medios y para los fines más corrompidos”, convirtiendo los Parlamentos en comités de empresa donde la representación política es un servicio al alcance de quienes tienen medios para pagarlo; una clase que vive a costa de una democracia plutocrática globalizada, sin participación social, de sujetos apáticos e individualistas, represiva, desposesora de derechos, sin redistribución social, anclada en el discurso de la falta de alternativas, supeditada al mercado y saturada de corrupción.
3) Uso contrahegemónico de la democracia representativa. Las actuales luchas por la democracia tienen que aprender a utilizar los instrumentos dominantes de manera alternativa y liberadora, como plantea Boaventura Santos. Entre ellos se encuentra la democracia representativa. Hacer un uso contrahegemónico de la democracia representativa significa rescatar las potencialidades de la representación para ponerla al servicio de la emancipación social y del gobierno popular; consiste en luchar por otras formas y prácticas representativas que primen el componente democrático sobre el carácter elitista y mercantilista de la representación (neo)liberal. ¿Pero qué otras formas de representación? Una cosa parece cierta: la gente quiere modelos de organización y participación diferentes. Las nuevas formas de representación pasan por la complementariedad y la articulación entre diferentes formatos organizativos. Si aceptamos el ejercicio de la representación mediante una estructura parlamentaria, ¿por qué los partidos ostentan el monopolio de la representación? ¿Por qué no pueden postularse a cargos electivos candidatos de movimientos sociales? Los partidos por la democracia real tienen que ser partidos de retaguardia que acompañen a los movimientos sociales y aprendan con las nuevas experiencias de participación. ¿Y qué otras prácticas representativas? Prácticas silenciadas por la versión dominante de la democracia representativa, como el mandato imperativo, la rendición de cuentas, la transparencia de los procedimientos, la revocabilidad de los cargos públicos o la rotación de cargos y funciones.
4) Complementariedad democrática. La democracia representativa es insuficiente para avanzar hacia democracias reales. La construcción de democracias más sólidas tiene que combinar la democracia representativa con elementos de democracia participativa que incorporen mecanismos de consulta popular, deliberación vinculante y poder de veto ciudadano, como preveía el malogrado proyecto constitucional islandés. La participación social mediante referéndums, plebiscitos, presupuestos participativos y acceso real a la presentación de iniciativas legislativas populares va en esta línea. Pero no basta. También es necesario fortalecer la diversidad democrática, reconociendo como legítimas las tradiciones de democracia horizontal y participativa existentes fuera de los Parlamentos, como el asamblearismo, el anarquismo, el consejismo, el cooperativismo, etc.
5) La lucha por la democracia real debe comenzar en el interior de los partidos y movimientos que la defienden. La falta de democracia interna, los personalismos, el seguidismo militante, el inmovilismo de las cúpulas, el arribismo y la escasa autocrítica, entre otros vicios, deslegitiman a los partidos como agentes de democracia. La regeneración y dignificación de la participación social en la política pasa por la democratización de los partidos.
En un tiempo en que la democracia corre el riesgo de convertirse en un objeto arqueológico, se impone como necesidad la resignificación de la política y del ejercicio democrático en clave social y participativa. Los partidos políticos con vocación democrática pueden jugar un papel relevante en este desafío, siempre que se comprometan con lucha por la democracia real, se coloquen del lado de la indignación generalizada de la población y hagan converger la democracia de las calles y plazas públicas con la vida institucional y partidaria.