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27-07-2018        Viento Sur [ES]

No es ningún secreto que quienes equiparan el aborto con el asesinato no suelen responder ante este como lo harían ante el homicidio premeditado y a sangre fría. Ni siquiera el Papa, por tajante, vehemente y, en fin, por insoportable que resulte su discurso, se preocupa por mostrarse proporcionadamente transido de dolor cuando explica que su legalización viene a ser como un holocausto de guante blanco. Esta desproporción no es anecdótica: a pesar de todos los exilios generados por la prohibición del aborto y de las décadas de lucha que cuesta revertir legislaciones como la argentina, lo cierto es que se abre un abismo ético insalvable entre la gravedad de locuciones como “genocidio de bebés”, “holocausto silencioso”, “masacre de inocentes” o “asesinato de niños” y el repertorio de respuestas –estas sí, de frío guante blanco—común a las legislaciones represivas y a las tan mediáticas como, en el fondo, civilizadas concentraciones ante las clínicas.

La profundidad de este abismo varía, sin duda, pero su mera existencia pone en evidencia la hipocresía sobre la que se construye la retórica antiabortista. Sus lemas distintivosno fueron concebidos para describir realidad alguna ni, mucho menos, para comprenderla, para contrastar perspectivas, acercar posturas o construir consensos. El juego del lenguaje en el que brillan es en el arte de silenciar disensos: los cargos son tan abyectos que cualquiera aceptaría el peor de los tratos con la fiscalía con tal de no sentarse en el banquillo. La estrategia es tosca, sin duda, pero resultaría difícil subestimar su eficacia en aquellas campañas que se benefician mucho más de la verticalidad de los monólogos que de la capacidad para establecer diálogos.

Quienes se refieren a realidades tan amplias y diversas como el trabajo sexual o la gestación subrogada, juntas o por separado, por fascículos o por relevo generacional, como “mercado de mujeres y bebés”, “trata de seres humanos”, “cuerpos de alquiler”, enteros o por partes, “proxenetismo reproductivo” o, como con gran economía expresiva definió la nueva ministra de Igualdad a la gestación subrogada, como “compraventa”, practican una estrategia muy similar. Con la diferencia, claro está, de que donde la retórica antiabortista evoca los horrores del holocausto para moldear sexualidades y proyectos (no) reproductivos ajenos, la neoabolicionista hace lo propio recurriendo a todas las variaciones, permutaciones y combinaciones de la figura de la esclavitud.

Que tales formulaciones no pertenecen tampoco al ámbito de los diagnósticos críticos sino al de las armas arrojadizas contra la diversidad de opiniones lo prueba, como en el caso del aborto, el abismo que se abre entre las hiperbólicas acusaciones y el repertorio habitual de las respuestas. Más que con la abolición de cualquier forma real de esclavitud, los colectivos que difunden tales discursos parecen determinados a entorpecer las actividades que rechazan, hostigándolas social e institucionalmente para, en primerísimo lugar, apartarlas de la mirada. El acoso con multas a trabajadoras sexuales y a sus clientes, la deportación de las mujeres “liberadas” de los clubes y pisos de alterne, las prohibiciones de los anuncios de prostitución en prensa (¿qué número marcaremos para mostrar apoyo incondicional a las víctimas que se anuncian como tales?), los limbos administrativos de los bebés sin papeles de la subrogada, la distancia y las barreras económicas impuestas por los exilios reproductivos son tan solo algunos de los dispositivos que, si bien no guardan relaciones reconocibles con abolición alguna, tienen un impacto muy real en las vidas de amplios grupos de personas.

El caso de los exilios (no) reproductivos constituye, en concreto, un denso vínculo entre los abortos en el extranjero, las inseminaciones en terceros países de mujeres solteras y parejas lesbianas y las actuales subrogaciones transnacionales. Si ponemos en relación, además, estos desplazamientos a terceros países con las consecuencias que la falta de reconocimiento del trabajo sexual como tal tiene para los proyectos migratorios de miles de personas, podemos comenzar a hacernos una idea de la íntima relación que existe entre las regulaciones del ámbito sexual y reproductivo y la constitución las fronteras físicas, simbólicas y jurídicas del Estado. Si bien la existencia de tal relación resulta ser, en cierto modo, inevitable, su análisis crítico resulta crucial ante los intentos de convertir morales sexuales y reproductivas particulares, esto es, conforme a las cuales organizan su vida grupos específicos de personas, en modelo de referencia para todas las demás. Esto es lo que sucede con frecuencia con las morales sexuales de cariz religioso, como muestra de forma paradigmática el caso del aborto y también, complementariamente, cuando la bandera de la ‘tolerancia’ con la diversidad sexual se convierte en pretexto para la restricción islamofóbica de la permeabilidad fronteriza, como nos ha ayudado a entender Jasbir Puar con sus discusiones sobre el homonacionalismo.

Para entender que el neoabolicionismo representa, también, uno de estos procesos históricos por los que una moral sexual particular adquiere visos de proyecto civilizatorio, puede resultar de utilidad la ayuda de la antropóloga feminista Gayle Rubin. Según esta precursora de la crítica queer y azote del feminismo abolicionista de la pornografía en los años 80, existe una profunda negatividad sexual que atraviesa a la cultura occidental, convirtiendo al sexo en culpable “a menos que pruebe lo contrario”[1], y que opera a través de una minuciosa jerarquización de la legitimidad de las prácticas sexuales según su relación con un amplio conjunto de variables. Que se trate de sexo dentro o fuera de la pareja o, mejor, del matrimonio, heterosexual o no, entre dos o más personas, en público o en privado, vainilla o BDSM, por citar solo algunas, supone profundas diferencias para su valoración moral. En los escalones inferiores de la jerarquía sexual resultante encontraríamos, siempre según Rubin, al sexo intergeneracional, con o entre travestis y transexuales y también, por supuesto, al sexo con intercambio de dinero.

Teniendo esto en cuenta, podemos entender al neoabolicionismo como el proyecto de reorganizar toda la negatividad sexual de la que hablaba Rubin en torno a una muy particular y aleatoria variable de análisis moral, la intervención del dinero (haciendo explícito lo que permanece reprimido, o bien sublimado, en otros contextos) para, con la ayuda de un número creciente de actores políticos, impulsar una agenda sexual y reproductiva que alcanza ya dimensiones de proyecto civilizatorio. Con respecto a esta agenda, el uso y abuso de la retórica de la abolición de la esclavitud, que tomada en serio vendría a ser un superlativo y selectivo ataque a la problemática general de la plusvalía, no pasa en realidad de constituir más que un alegórico eslogan, convenientemente transmutable en insulto con el que silenciar aquellos disensos que podrían, de otro modo, poner en causa el progresivo recrudecimiento de la agenda neoabolicionista.

La alegoría en cuestión no está exenta, eso sí, del mismo tipo de macabra ironía que suponen, en el caso del holocausto fetal vaticano, las muertes reales generadas por la criminalización del aborto. De forma similar, para combatir la ‘esclavitud’ sexual, el neoabolicionismo condena a las putas y chaperos a una ausencia total de derechos laborales que convierte al sector, con la circular performatividad de una profecía autocumplida, en una auténtica utopía para la explotación neoliberal que constituye, además, una perfecta tapadera para los casos reales de trata[2]. La lucha contra la esclavitud reproductiva, por su parte, bloquea la creación de respuestas colectivas, sociales e institucionales a la altura del desafío que representa la red de vulnerabilidades entrelazadas por la subrogación gestacional, mientras favorece que esta se practique en contextos de mayor desprotección jurídica que resultan potencialmente nefastos para todas las partes involucradas. Para rematar, la cruzada antiesclavista impone, como la prohibición del aborto, una relación de maternidad forzada (mater sempre certa est) a quienes querrían poder tomar la decisión de gestar sin convertirse en madres, ya sea por motivaciones altruistas, económicas o por cualquier combinación de ambas[3].

Considerar a estas alturas que la expansión de la agenda neoabolicionista es una cuestión que atañe tan solo a los movimientos feministas o a colectivos muy específicos sería un grave error. Desde sus raíces en el movimiento por la abolición de la pornografía (perfectamente visibles en coaliciones entre grupos feministas y fuerzas conservadoras como la campaña internacional StopSurrogacyNow) sus efectos trascendieron hace mucho el ámbito de la sexualidad para extenderse por el control de las prácticas reproductivas y, a partir de estas, de los modelos relacionales y de parentesco emergentes, pasando por la higienización moral del espacio público y de los flujos migratorios. Todo ello a lomos de una violencia retórica que, como en el caso del aborto, explota como una bomba de estigma sobre amplios grupos de mujeres y personas con capacidad gestante: la que aborta porque mata a sus hijos, la puta porque se vende y la gestante porque los vende.

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[1] Rubin, Gayle (1984), "Reflexionando sobre el sexo: notas para una teoría radical de la sexualidad", disponible en la Biblioteca Virtual de las Ciencias Sociales.

[2] Como explica por ejemplo Amnistía Internacional.

[3] Para adentrarse en esta cuestión puede resultar de utilidad el meta-estudio, que tiene en cuenta 1795 estudios previos, de Söderström-Anttila, V. et al (2015), “Surrogacy: Outcomes for surrogate mothers, children and the resulting families-a systematic review”, Human Reproduction Update¸ vol. 22, n. 2, pp. 260-276.

 


 
 
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Pablo Pérez Navarro



 
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