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24-03-2018        Viento Sur [ES]

El comentario de Achille Mbembe sobre la película Black Panther explica y ejemplifica bien el optimismo político desencadenado cuando cuerpos y discursos ocupan espacios que les estaban vedados hasta desplegar toda una polifonía de voces nuevas. Su breve ensayo ayuda a entender además, como bien sabemos quienes pasamos la infancia sin encontrarnos por las pantallas, que los productos de entretenimiento de masas son auténticas maquinarias de producción de subjetividades. Ahora bien, si seguimos su invitación a “leer entre imágenes, para escuchar los ritmos y ajustarse al pulso del relato”, su lectura de la película como reflejo del ascenso de la “nación negra” en el “seno de la humanidad” parece entrar en conflicto con la no tan disimulada renegociación de o con el racismo que se desarrolla en la película.

Ésta comenzaría ya desde la primera secuencia, en la que unos hombres armados que juran por Alá y conducen a un grupo de mujeres secuestradas son asesinados por el Black Panther protagonista de modo que las mujeres pueden volver a sus hogares tras despojarse, eso si, de los velos con que se cubrían. Los ecos de la fantasía colonial de liberación de las mujeres del uso del velo (diseccionada por Frantz Fanon en relación con la ocupación francesa de Argelia y que la administración Bush instrumentalizó, como recuerda Judith Butler en Vida Precaria) para apoyar las intervenciones militares en Afganistán resultan difíciles soslayar. Resulta también llamativo, como algunos han señalado ya, que en una película cuyo impacto descansa en buena medida sobre sus políticas de representación, la única religión real que en ella aparece lo haga asociada con el denso estereotipo del terrorista islámico. Cierto es que podría tratarse de un recurso dramático sin mayor trascendencia para la articulación de los mimbres de una nación negra simbólicamente unificada en un secreto reino africano, de nombre Wakanda. Sin embargo, la lectura entre imágenes del tropo del terrorismo a lo largo de la película parece desmentir que ese sea el caso.

La narración se despliega sobre el antagonismo entre el recién coronado rey de Wakanda y un belicoso primo que le disputa el trono con el fin de usar la futurista tecnología de la nación oculta para lanzar ataques, referidos como terroristas, contra el resto del mundo. El conflicto se desarrolla hasta adquirir unas connotaciones épicas equivalentes, por no salir del ámbito de las divisiones internas a grupos discriminados en el universo Marvel, a la existente entre los dos famosos clanes de los X-Men: los liderados por un Profesor X tan preocupado por proteger a los mutantes de los humanos como a estos de los mutantes, y los aliados de Magneto, el viejo amigo convertido en rival por su obcecamiento con vengarse de la humanidad. En este caso, el villano hereda su sed de venganza de su padre, muerto en Oakland a manos del padre del héroe, tras descubrirse que habría colaborado con el tráfico de armas para ayudar a la población afrodescendiente, a la que identifica como su propio pueblo, a luchar contra la opresión. Tras quedar huérfano, su hijo seguirá su causa por caminos más sanguinarios que pasan por convertirse en un soldado de operaciones encubiertas de los Estados Unidos que, para completar la imagen, contaría en su haber con incontables víctimas en Irak, en Afganistán y entre “sus propios hermanos y hermanas en África”. Su biografía incorpora así una ambigüedad entre las operaciones militares y un terrorismo yihadista que ha sido especialmente cruento en los citados territorios, incluyendo numerosos ataques contra los propios hermanos y hermanas musulmanas en suelo africano, cerrando así el círculo con la alusión inicial al terrorismo more Boko-Haram. Como avalando la transmutación entre agente secreto y terrorista, la narración incluye referencias al juego sucio de la CIA para desestabilizar gobiernos de potencias extranjeras: el llamado terrorismo islámico nace, como Killmonger, en suelo estadounidense.

Para referirse a la senda violenta que transita este personaje no tarda en aparecer un término, radicalización, que nos sitúa de lleno en la retórica securitaria de prevención del terrorismo yihadista. De esta forma, el perfil de este padre migrante y su radicalizado hijo parece remitir, incluso más que al rencor por un asesinato original con el que se refiere Mbembe al genocida pasado colonial y esclavista, a la herida cotidiana de la opresión racista y de clase, asociada a la vida en los barrios racialmente segregados en las grandes capitales de occidente. La relación entre héroe y villano trasciende así los límites no ya del parentesco sino, incluso, de la negritud, para adquirir los visos de una relación interétnica en los términos provistos por una serie de clichés en torno al terrorismo.

Así planteada, la relación del líder de Wakanda con su descarriado primo pasará por asumir una suerte de culpa (“es nuestra responsabilidad”) que será expiada a través de un nuevo homicidio. Como si no bastara con enunciar una vez la distancia con las respuestas violentas a la opresión racial, la nación negra comienza por matar yihadistas, continua con el hermano traficante de armas y termina combatiendo hasta la muerte con Killmonger, el primo terrorista. Este último enfrentamiento contará, eso sí, con la oportuna colaboración de un agente de la CIA que consumará la última y crucial operación antiterrorista pilotando nada menos que un salvífico dron.

Los círculos narrativos se desarrollan, pues, como si la negritud precisara de un ejercicio reiterado de desidentificación con la lucha violenta para desmontar, al igual que el histórico Black Panther Party, la asociación racista entre negritud y criminalidad que lo mismo justifica la persecución de los manteros en Madrid que la intervención militar en las favelas de Río. Dadas las connotaciones con que se presenta aquí el terrorismo, este ejercicio performativo se desarrolla, por lo demás, en los términos provistos por una gubernamentalidad racial post 11-S que condiciona la tolerancia a la no-blanquitud a la lealtad frente a una amenaza igualmente codificada en términos raciales.

A la espectacularización de estas relaciones entre raza, violencia y terrorismo la complementa, por cierto, una llamativa empatía con la impermeabilidad fronteriza. Cuando se plantea la posibilidad de abrir las fronteras de Wakanda para compartir sus futuristas avances médicos y tecnológicos para aliviar el sufrimiento de la población afrodescendiente, la respuesta es tajante: si los dejásemos entrar, “traerían sus problemas consigo”. Se naturaliza así, nada menos que desde el centro simbólico de la africanidad, la filosofía necropolítica (en los términos de Mbembe) de la inhospitalidad con el pueblo diaspórico. Matizándola, eso sí, como emulando los ejercicios de buena conciencia de los países ricos del norte, con la exportación de ONGs wakandas al resto del planeta.

La política racial que así se despliega se asemeja bastante a ese marco homonacionalista explorado por Jasbir Puar que implica la inclusión de la diferencia no heterosexual en la alianza contra una amenaza asociada con el mundo islámico. Tal sería la premisa que permite aquí el ejercicio de transmisión cultural a condición de no cuestionar los términos de reconocimiento provistos por la hegemonía imperialista blanca. La “nación negra” quedaría, pues, en una posición similar a la que el relato reserva para “ese poderoso enigma que es la mujer”, en palabras de Mbembe, en tanto que transmisora de cultura e, incluso, en los momentos precisos, guerrera; pero cuyo gesto de levantar la mano durante el enfrentamiento ritual por el trono provoca estupefacción y risas dentro y fuera de la pantalla. “Si quisiera reinar, que por supuesto, no quiero…”, explica en otra elocuente escena una de las fuertes figuras femeninas de la película, como resumiendo la relación de lealtad a un orden preestablecido.

Necesario como es, en fin, el oxígeno que la representatividad negra de Black Panther representa, y que la elevan a la categoría de acontecimiento cultural, no es menos cierto que el blockbusters de Hollywood mantienen la conveniente distancia de seguridad con, por ejemplo y por no salir del suelo imperial, las maquinarias de producción de subjetividades negras y feministas del movimiento Black Lives Matter.


 
 
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Pablo Pérez Navarro



 
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