Hace unos días, a través del móvil, en el grupo preparativo de una charla sobre la gestación de moda, otra de las ponentes compartió la imagen de un musculado cuerpo masculino, tatuado y sin camiseta, con un bebé en brazos. La leyenda, sobreimpresa en letras grandes: gaypitalismo. Si la ocurrencia hubiera antecedido a una charla en Hazte Oír, no habría tenido mayor interés. Apenas habría sido una forma ingeniosa de advertir que si les concedes el derecho a las mujeres para gestar para terceras personas, imagínate, alguna podría concebir el bebé de la musculoca del quinto. Qué grotesco.
Solo que aquello no era Hazte Oír, sino un espacio transfeminista. Pese a lo cual, allí estaba aquella imagen, con el aire condescendiente de quien se pasea por su propia casa, asociando la crítica anticapitalista a esta técnica de reproducción asistida con cierta imagen de la paternidad gay. Llegando a fundirlas en un despreciativo lema. La subrogada no sólo es propia de gays normalizados estética y políticamente, gritaba la imagen para anticipar el debate, sino que refleja todos los males, además, del sistema de explotación capitalista. ¿La de quién? Sin duda, la del cuerpo ausente, el de la gestante que parió al bebé que terminó, vía explotación reproductiva, en los brazos de la paternidad sin madres.
Más allá de lo anecdótico, conviene tener muy presente que la crianza de nacimiento sin figuras maternas que permite la gestación subrogada no es algo que inquiete sólo a la homofobia más fácilmente ubicable y reconocible. Ni muchísimo menos. Al calor del debate, no es raro encontrar incluso a feministas de este milenio súbitamente preocupadas por cosas tales como el derecho de los bebés a recibir leche materna. ¿Quién amamantará al bebé del gaypitalismo? Se preguntan. Entre la gestante que no asume relación maternal alguna y las crianzas de nacimiento sin madres, el orden simbólico de la madre salta hecho pedazos.
En la práctica, a un amplio sector de la población feminista y de izquierdas, no digamos ya de la otra, le importa bien poco que más del ochenta por ciento de las subrogaciones las lleven a cabo parejas heterosexuales con problemas de fertilidad. Al menos estas solo sustituyen a una “madre” por otra. Entretanto, llueven artículos, alusiones, y hasta cuñadismos transfeministas, que por supuesto también los hay, explicando que el problema de la subrogada radica en el privilegio masculino para explotar la feminización de la pobreza.
Hay cosas que resultan más sencillas de pensar o, más bien, de dejar de hacerlo, cuando puedes reducirlas a la imagen de un hombre explotando a una mujer. Es la misma regla de tres que hace desaparecer a los chaperos junto a las clientas mujeres, como por arte de magia, de la mayor parte de los debates sobre el trabajo sexual. Con el agravante de que, en este caso, un abrumador porcentaje de subrogaciones corresponden a mujeres que recurren a la capacidad gestante de otras. Tanto se demoniza esa explotación “de género” y la paternidad sin madres que en países como Portugal la coalición de izquierdas acaba de aprobar el uso de la subrogada sólo cuando está involucrada una madre de intención. Como resultado, las parejas heterosexuales pueden subrogar, mientras que solteros y gays afrontan penas de cárcel. Recordemos que sí, en Portugal, los gays podemos casarnos, adoptar y hasta darnos la mano por la calle. Lo que no se puede es subrogar.
Y es que, al igual que ese sorprendentemente desdibujado nexo entre mujeres con y sin capacidad gestante, ya sea solidario, pecuniario o mixto, las familias heterosexuales creadas por subrogación tienen ese don, el de pasar cotidiana y políticamente mucho más desapercibidas. A veces ni los vecinos se preguntan de dónde salió el bebé. Ni los consulados. En la subrogada, como en casi todo, la heterosexualidad amplía posibilidades, abarata costes, agiliza trámites.
No existe, por el contrario, ningún súper poder de invisibilidad para los padres no heterosexuales. A ese bebé no lo ha gestado ni su papá ni su papá, se comenta allá por donde pasan. Hasta el cónsul de California, ese que nunca dijo nada cuando las parejas hetero aterrizaban después de que nacieran sus hijos en suelo americano, se dio cuenta, generando un revuelo administrativo que dura ya casi una década y que acumula toneladas de ensayos de derecho internacional privado. El de California, y el de cualquier otra de esas carísimas latitudes donde permiten subrogar a parejas gays, con mejor o peor suerte. Lugares donde, por cierto, la tan señalada relación de desigualdad económica entre las privilegiadas del norte y las gestantes del sur tiende a invertirse, especialmente si tenemos en cuenta que las gestantes han de demostrar su estabilidad económica para poder serlo y lo poco al norte que queda, para según qué cosas, el sur de Europa.
Claro que esa inversión geográfica no es el único error de matrix que provoca la paternidad sin madres. Leamos si no al juzgado de primera instancia de Valencia, oráculo metafísico del llamado “caso cero” y que, por supuesto, corresponde a una familia homoparental: “ello que al menos formalmente es cierto pues así consta en la certificación californiana, no lo es, ni puede serlo a efectos materiales pues biológicamente resulta imposible, surge con ello la existencia de la duda sobre la realidad del hecho inscrito”. Y así pasamos de la inmutabilidad del ser (“El Ser es, el no Ser no es”, pontificaba Parménides) a la del mater sempre certa est . Inmutabilidad, al menos hasta que el Tribunal Constitucional decida por fin pronunciarse al respecto de si el certificado de nacimiento con dos padres es no válido, y se dilucide si España tendrá o no que seguir el camino de los estados europeos condenados por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos por no respetar las filiaciones establecidas en el extranjero, en nombre del mayor interés del menor.
Podría parecer que este tipo de problemas administrativos solo atañe a esas pocas privilegiadas que se pueden pagar los costes de una gestación subrogada en el extremo norte del norte global. Aunque para eso tengamos que olvidarnos de que muchos se hipotecan a muy largo plazo para poder subrogar y también, por supuesto, de esa pareja gay (oh, casualidad) a la que se separó como medida cautelar de su hija en Almería, en espera de juicio, por subrogar sin pasar por el carísimo exilio reproductivo. Nunca está de más recordar, llegados a este punto, que hemos pasado de 2891 adopciones internacionales en 2010 a tan sólo 799 en 2015, según el Ministerio de Sanidad, y no es por falta de demanda. Por retorcer el rizo, un buen porcentaje de los países de origen excluyen directamente la adopción homoparental. A lo mejor parte de la fijación viene de la conciencia de que, en la práctica, la regulación de la subrogada es la puerta para que la marica del quinto, musculoca o loca a secas, la de clase obrera, pueda de hecho tener hijxs. Que se disparen todas las alarmas, entran Almodóvar y Mcnamara al escenario y suena “voy a ser mamá”.
Relativos privilegios aparte, creo que es precisamente porque se alude con tanta frecuencia en estas lides a “los hombres” (expresión que funciona aquí como eufemismo de gays, que a su vez lo es de maricas que quieren jugar a papás y mamás, como decía Fernando Savater) sin más objeto que el de aliñar la discusión con un poco de homofobia soterrada, por lo que estos debates nos atañen muchísimo más directamente de lo que nos gusta pensar al conjunto de la población elegetebecú .
No sólo por esa homofobia que campa a sus anchas por las desubicadas cruzadas contra el gaypitalismo y en esa eterna mistificación de la gestación y la crianza maternas (que alcanza sobre todo a los gays pero también a las madres lesbianas no gestantes) sino, además, porque no tenemos precisamente buenas relaciones históricas con las imposiciones estatales sobre lo que podemos hacer con nuestros cuerpos en general y nuestros sexos y capacidades reproductivas en particular. El derecho a gestar para otras personas no se puede pensar aisladamente de otros derechos sexuales y reproductivos como el derecho a inseminarse, a hormonarse, a congelar gametos, a donarlos, a esterilizarse, a no hacerlo, a abortar, a las cirugías de reasignación, a criar fuera de los mandatos de la monogamia y a ser o a no ser madre o padre en los términos que cada una decida.
Bastante sabemos de todo ello como para no solidarizarnos, así sea un poco y solo por esta vez, con esa inmensa mayoría de heteros que han recurrido a la subrogada, o que lo harán en el futuro, y que están soportando un ataque de una virulencia creciente y que llega preñado de una cantidad de esencialismos, moralismos, biologicisimos y también, como cohesionándolo todo, de abolicionismos bastante preocupante. Aunque solo sea porque sabemos bien, por experiencia o hipersensibilidad política adquirida, lo que supone que todo el mundo se permita opinar sobre si tu familia es o no lo bastante normal como para considerarla una familia legítima, moralmente aceptable, digna o no de reconocimiento legal y, a la postre, real.