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15-10-2014        Diario de Mallorca

Caspaña es un reino naranjero del sur de Europa donde la Virgen del Rocío intercede en la salida de la crisis (Fátima Báñez), los jóvenes emigran por su "impulso aventurero" (Marina del Corral) y princesitas de ocho años tienen derecho a sustanciosos sueldos públicos. Entre otros logros, tiene el mérito de pasear por el mundo una de las marcas europeas líderes en paro juvenil, fracaso escolar, hambre infantil y desahucios, así como de haber registrado el primer contagio por ébola fuera de África.

Caspaña tiene una historia reciente atravesada por dictaduras y cuartelazos. La cultura de la Transición enseña que entre 1977 y 1978 el país experimentó el tránsito a un régimen democrático, transformándose en una monarquía parlamentaria basada en la Constitución y la legitimidad ciudadana.

Sin embargo, la memoria oficial de la Transición olvida que el régimen de 1978 estableció una continuidad renovada con el fascismo. Hubo continuidad en determinadas costumbres y formas de tomar decisiones que nos legaron un régimen que metafóricamente puede llamarse fascismo electoral: un sistema de democracia representativa normalizado con partidos políticos y elecciones formales pero controlado por élites políticas y económicas para impedir el poder popular y llevar a cabo políticas de masacre social favorables a sus intereses: destrucción de la sanidad pública, mercantilización de la educación, privatización de la justicia, etc.

El fascismo electoral reviste formas muy distintas, pero en la Caspaña actual sus principales expresiones son:

Democracia electoral de bajísima intensidad. ¿Por qué hasta hace poco el PP se empeñaba en convertir las elecciones municipales en un arma para liquidar el pluralismo político? ¿Cómo es posible que Susana Díaz gobierne en Andalucía sin el aval de las urnas? ¿Por qué el PSOE, que reivindica sus "hondas raíces republicanas", impide en sede parlamentaria un referéndum (ni siquiera consultivo) sobre la forma de Estado? La crisis ha dejado al descubierto la falsa democracia en la que vivimos: un régimen constitucional sin redistribución ni participación, que suprime derechos, donde la mayoría de los electos representa los intereses de las élites que mandan en el país, represivo y saturado de corrupción. Más de tres décadas de vigencia constitucional no sólo no han servido para garantizar derechos económicos y sociales esenciales como el trabajo, sino que además se han recortado y deteriorado.

Constitucionalismo desde arriba. La Transición nos legó una Constitución con una monarquía ligada a la dictadura y no sometida a la soberanía popular; con descendientes de las oligarquías franquistas y grupos afines en instituciones del Estado, consejos de Administración de grandes empresas, el poder judicial, etc.; con pactos de silencio para mantener cerradas viejas heridas históricas y no reconocer los horrores de la Guerra Civil; con un sistema político que contenía el germen de la degradación democrática que padecemos: representantes irrevocables, un sistema electoral tendente al bipartidismo, referéndums no vinculantes, rechazo del mandato imperativo, partidocracia, limitación de mecanismos de democracia directa, dogma de la "indisoluble unidad de la nación española", etc.

Suspensión constitucional. En la práctica, el fascismo electoral ha creado, por una parte, zonas de suspensión constitucional convirtiendo el articulado social de la Carta en letra muerta y, por otra, zonas de hipertrofia constitucional en lo que se refiere a la soberanía de los mercados. La reforma exprés del artículo 135, pactada con nocturnidad por el PP y el PSOE, significó un nuevo impulso del sistema neoliberal y deudocrático imperante, así como la sustitución de un régimen representativo basado en elecciones libres por una democracia tutelada en la que ambos partidos se comprometieron a adoptar la política de recortes como norma suprema.

Tutelaje bipartidista. El bipartidismo monárquico, que ha servido para fijar límites al progreso democrático y dar continuidad a los intereses del fascismo electoral, respondía a la aspiración franquista de que todo quedara "atado y bien atado". El turnismo PP-PSOE ha permitido tutelar un sistema para el que votar cada cuatro años es suficiente para hablar de democracia, convirtiendo lo electoral en una cárcel bipartidista que genera la ilusión gatopardiana de votar para que todo siga igual.

Las citas electorales de los próximos meses nos brindan una oportunidad histórica para combatir el fascismo electoral y sus expresiones. Desfascistizar la democracia quiere decir, en sentido amplio, situar la soberanía popular por encima de las fuerzas que desde tiempos remotos han gobernado el país: la oligarquía capitalista, la monarquía, el militarismo golpista y los altos estamentos eclesiásticos. Significa aprender la democracia más allá de las urnas, luchar contra su embrutecimiento diario, poner el campo institucional y electoral al servicio de las dinámicas de autoorganización popular y movilización social; y es, sobre todo, crear una cultura política que enfrente las nuevas formas de colonización, concentración de poderes y empobrecimiento con un programa audaz y renovado: democratizar, descolonizar y desmercantilizar.


 
 
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Antoni Jesús Aguiló