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19-04-2013        Rebelión

A pesar del cambio de estatus legal y político que los procesos de descolonización supusieron para las antiguas colonias occidentales, la hegemonía de las formas ideológicas y culturales occidentales no ha sido alterada de manera significativa. Como afirma Ashis Nandy [1]: “Occidente está ahora en todas partes, dentro y fuera de Occidente: en estructuras y mentes”.

En este punto confluyen las corrientes de pensamiento que denuncian la presencia de una ideología neocolonial y occidentecéntrica fundada, en palabras de Boaventura Santos, en una racionalidad “perezosa, que se considera única, exclusiva, y que no se ejercita lo suficiente como para poder mirar la riqueza inagotable del mundo” [2]. Esta razón colonial es concebida esencialmente como una forma de negación, subordinación o eliminación de la diversidad humana, pues equipara diferencia con deficiencia y confunde diversidad con desigualdad. El resultado es una actitud arrogante caracterizada por la falta de reciprocidad en las relaciones humanas. El colonialismo, desde este enfoque, consiste en “todos los trueques, los intercambios, las relaciones, donde una parte más débil es expropiada de su humanidad” [3], corriendo el riesgo de ser tratada como una propiedad u objeto manipulable. Así, donde la razón colonial penetra, se llevan a cabo dinámicas de deshumanización, incluso sin la presencia de administraciones coloniales.

Estas corrientes comparten el reto de contribuir a descolonizar el pensamiento dando voz a las víctimas del colonialismo y otras formas de dominación. Descolonizar el pensamiento significa luchar contra los diferentes sistemas de opresión y dominación que pretenden imponer una sola forma de pensar, de ser y vivir. Es hacer frente al colonialismo (como negación sistemática de la humanidad) y a sus instrumentos de legitimación (económicos, políticos, mediáticos, académicos, etc.) para construir nuevas relaciones de respeto mutuo, igualdad y solidaridad. Es, en síntesis, dignificar la condición humana en sus más diversas expresiones.

La democracia representativa liberal ha sido y es una de las instituciones al servicio del colonialismo occidental. Más allá de su afán universalista, se trata de una forma particular e histórica de democracia que despunta en la Europa que proclama el ideario liberal-burgués del progreso, la razón y la emancipación. Fue la modernidad capitalista y liberal la que, tras siglos de desprestigio, recuperó la democracia en su forma representativa para limitar el poder de la monarquía absoluta, combatir los privilegios de las élites nobiliarias y extender el poder político a la burguesía emergente.

Sin embargo, la democracia representativa no fue concebida originariamente como un instrumento para canalizar las aspiraciones populares de orden económico, social y político. El liberalismo se apropió de la representación política como “estrategia de los ricos para asegurar y mantener su propia posición de dominación socioeconómica por medios políticos” [4]. Desde sus orígenes modernos, la democracia representativa estuvo regida por una matriz cultural occidental, individualista, clasista, racista, patriarcal, homófoba, excluyente, competitiva, consumista, explotadora en el empleo y depredadora del medio ambiente. La democracia representativa formaba parte de un modelo civilizatorio que impuso alrededor del mundo el señorío del moderno sujeto blanco, varón, adulto, heterosexual, propietario de bienes, cristiano y padre de familia. Entre los destinatarios de la democracia no figuraban los asalariados, las mujeres, las personas con discapacidad, los pobres, las personas no blancas ni las minorías étnicas y sexuales, grupos considerados inferiores y, en razón de ello, susceptibles de ser cosificados, explotados y silenciados. Este hecho evidencia el carácter colonial de la democracia liberal y del tipo de relaciones que estableció con una multiplicidad de sujetos a los que despolitizó y deshumanizó.

La dimensión colonial de la democracia liberal permanece todavía en sus conceptos, valores y usos históricos. He aquí algunos ejemplos: 1) la hegemonía política, social y académica de modelos de democracia representativa, elitista y formal creados en Europa y Estados Unidos y presentados al mundo como espejos de democracia en los que mirarse. La autopercepción de Occidente como espejo de democracia oculta la naturalización y globalización de un canon democrático que toma como base la experiencia política de cuatro países occidentales: Francia, Inglaterra, Holanda y Estados Unidos. 2) El descrédito de concepciones y prácticas de democracia que no hablan el lenguaje de la democracia representativa: formas participativas, deliberativas y comunitarias que interpelan directamente a la monocultura de la representación. 3) Las estrategias eufemísticamente llamadas de “promoción internacional” de la democracia liberal (guerras preventivas, misiones de “paz”, etc.), que supeditan los anhelos populares de transformación económica, política y social de los países intervenidos a un modelo de democracia considerado innato y universal y que responde, en la práctica, a los imperativos e intereses de la globalización neoliberal. 4) La presencia renovada en Europa de una Herrenvolk Demokratie (la democracia del pueblo de los señores). Aunque este concepto se introdujo en referencia a determinados regímenes segregacionistas, como el de la Sudáfrica del apartheid, donde minorías blancas se proclamaron señoras de la mayoría negra, permite describir la actual apropiación neoliberal de la democracia representativa. Vivimos en democracias electorales que, a pesar de reconocer formalmente la igualdad jurídica y política de sus ciudadanos, son compatibles con reglas salvajes que aseguran el dominio de élites políticas y económicas neocoloniales. Es la “democracia” de los señores de la globalización y del dinero, cada vez más agresiva, arrogante y excluyente. La democracia se ha convertido en su instrumento de ataque, en un espejo de las antiguas sociedades coloniales reproducidas hoy en el sur de Europa, donde es utilizada para establecer grados de inhumanidad que abarcan más y más gente: parados, pensionistas, funcionarios, familias desahuciadas, enfermos sin urgencias, estudiantes, inmigrantes, estafados por las preferentes, etc.

Nuestra concepción de la democracia y sus prácticas tiene que descolonizarse. Descolonizar la democracia significa desaprender su matriz eurocéntrica centrada en la perspectiva del sujeto masculino, blanco, heterosexual, burgués, alfabetizado y cristiano; denunciar una democracia falsamente representativa que iguala a opresores y oprimidos en las urnas, y cuyos rituales fingen una normalidad que para muchas personas es sinónimo de abandono e injusticia; rechazar la falsa universalidad de una democracia de siervos y señores que camufla las ideas e intereses de la clase, grupo o cultura dominante. También significa romper el espejo colonial en el que la democracia liberal se ve como forma superior de organización política para reivindicar que la democracia no debe construirse únicamente sobre la base de procesos electorales, sino a partir de prácticas que no pueden quedar subsumidas en la democracia representativa, blanca, clasista, elitista, racista y machista globalizada. Las asambleas deliberativas, la rotación de cargos, el mandato imperativo, los referéndums, la iniciativa legislativa popular, el presupuesto participativo y la democracia electrónica, entre otras prácticas, forman parte de la vida secreta de la democracia.

La descolonización de la democracia sólo puede resultar de dos aprendizajes: 1) la humanidad de unos no puede construirse a costa de la inhumanidad de otros. No hay una forma de ser humano más plena y legítima, pues, como afirma Montaigne [5], “cada hombre encierra la forma entera de la condición humana”. La democracia tiene que ser un espejo poliédrico cuyas imágenes reflejen las variadas formas de humanidad vigentes. 2) Hay que promover el diálogo y la complementariedad entre las diversas formas de democracia, reconociendo, con Martha Nussbaum, que “las ideas primigenias de la igualdad, la democracia y los derechos humanos existieron en muchas culturas”, aunque bajo diferentes formas y lenguajes. Sin diálogo entre democracias, la democracia se vuelve un discurso monocorde y su diversidad se pierde.

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Notas
[1] Nandy, A. (1982), The Intimate Enemy: Loss and Recovery of Self Under Colonialism, Oxford Univesity Press, Delhi, pág. 11.
[2] Santos, B. S. (2006), Renovar la teoría crítica y reinventar la emancipación social (encuentros en Buenos Aires), CLACSO, Buenos Aires, pág. 20.
[3] Ibid., pág. 50.
[4] Pateman, C. (1985), The Problem of Political Obligation. A Critique of Liberal Theory, University of California Press, Berkeley, pág. 148.
[5] Montaigne, M. (1998), Ensayos III, Cátedra, Madrid, pág. 27.

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Link para o original: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=166928
 


 
 
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Antoni Jesús Aguiló



 
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